Tras unos segundos el árabe está registrado en mi mente.
Abro los ojos y practico este nuevo registro. Ya tengo doce. Alemán, chino,
coreano, ucraniano, finlandés, árabe, francés, danés, húngaro… Son los pequeños
tesoros que guardo en mi mente. El mecanismo es fácil: tras un breve silencio
en el que la tecnología interviene, todo está en mi cabeza. Es por esto por lo
que sé todo lo que sé, por lo que sé todo lo que quiero saber. Es cómodo tener
todo lo que quieres, toda la información que necesitas. Mi abuela siempre
refunfuña ante estos nuevos métodos tan habituales, y me cuenta historias que
me hacen valorar lo que ahora sucede. No soy capaz de imaginarme lo que, como
ella dice, es ‘hincar los codos’ y ponerse a aprender de verdad. Cada vez que tiene
la oportunidad, con su voz desgastada por la edad y su mal humor casi
permanente, me dice que a mis diecisiete años ella hacía esfuerzos que yo jamás
llegaré a conocer. Sé que tiene razón. Ahora ya no vamos a la escuela, cuando
tienes quince años decides en qué quieres trabajar, decides lo que quieres ser.
No hace falta que estés seguro de tu decisión, pues lo habitual es cambiar más
de tres veces a lo largo de tu vida laboral. Te acercas al lugar mágico, y
allí, tras una suma de dinero que debes pagar, te añaden los conocimientos que
desees. Yo, tras dos años traduciendo libros de un idioma a otro, he cambiado y
ahora quiero ser bióloga marina. En media hora tendré en mi mente todo lo que
tiene que tener una bióloga. Pero el problema está en encontrar el trabajo, el
método por el cual te devuelvan todo el dinero y más del que te has gastado. Y
eso es lo difícil. Si todos los que tenemos dinero lo sabemos todo, y los que
no tienen dinero no saben nada, esto se va a pique, todos lo notamos. Los ricos
somos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. ¿Y qué vamos a hacer
en contra de esto? ¿’Hincar los codos’? Simplemente, la tecnología avanzada no nos hace avanzar tanto como al principio pueda parecer.