Cada vez es una carga distinta. Van pasando los años al igual que las fobias, mis irracionales miedos.
Ahora tengo quince y me las doy de ser supremo cuando no estoy llorando las lágrimas más amargas en la oscuridad que me cubre, en la que me avergüenzo de ser lo que soy y de intentar ser lo que no.
Supongo que he nacido con una mente que no sé utilizar. Lo he llegado a pasar tan mal que es imposible enumerar adjetivos con la convicción de transmitir una idea aproximada de cómo me sentía. Llorando, llorando en la calle mirando al puerto, porque al entrar en una puta tienda sentía que fallecía, literalmente me sentía morir, y tenía que salir por patas en un comercio en el que, pese a mi exagerada incomprensión, personas y más personas caminaban dentro, como si aquello no pudiese ramificar en pesadillas. Y cuan estúpida me siento ahora, con este problema entre las manos que no sé como resolver.
Me niego a aceptar que yo funciono de forma diferente. Me niego a explicárselo un sábado por la tarde cuando ellas quieran entrar en un negocio y estemos juntas. Y no hay impedimento justificado, no suelen comprenderlo. Es sólo que me siento con ganas de nada, cansada de estar débil, cansada de estar cansada.
Y el tiempo pasará y este miedo hará compañía a todos los demás de mi larga lista de las pesadillas olvidadas. Pero otra ocupará su lugar, volviendo a despertar mi infierno más personal.
Sólo quiero descansar. Comer y sentirme fuerte; dormir y sentirme bien. Pero sigo temblando de frío cuando éste no está presente, sigo necesitando salir porque no puedo respirar, me ahogo. Necesito encogerme y cerrar los ojos, imaginarme que soy lo que pensaba que era y no esto que me dicen que puedo superar, que la cura está en mi cabeza.
Pero ése es el problema.
La cura... La cura está en mi cabeza.