Esa frustración de no saber cómo ayudarles, de saber que están acabados, que se han sentenciado a sí mismos. Que son imbéciles. Que se están haciendo daño. Pero en cualquier caso eso fue, es y será decisión suya.
Hablo de jóvenes de catorce, quince o dieciséis años que comienzan a salir sólo por el alcohol, a necesitar más un cigarro que un vaso de agua, a fumar maría para conseguir reír.
Hablo de esos padres que quizá podrían sospechar de sus hijos y parar esto, pero prefieren mirar hacia otro lado, engañarse a sí mismos, convertirse en ciegos con tal de no pensar que sus hijos están enfermos de adicción y podridos por dentro, que lo único que hacen es mirar el reloj para saber cuándo podrán por fin salir de clase y tomar esa calada que tanto necesitan para quitar esa sensación de estrés y nerviosismo que les invade por dentro. No, mi hijo no puede ser uno de tantos.
Y así vivimos, desechando la vida a nuestros pocos años, valorando cualquier cosa sin mayor importancia y destruyendo todo lo que sí debería tenerla. Tu familia, tu vida, tu salud mental y física. Tu coeficiente intelectual disminuye hasta ocho puntos, y jamás recuperarás esta pérdida de inteligencia aunque dejes de fumar hierba. Pero claro, si haces esto quizá no te importe tu inteligencia. Pero a los que estamos a tu alrededor, que la pierdas sí nos importa.
Estás borrando recuerdos de tu infancia, quemando tu capacidad autónoma de pensar y hacerlo bien, quitándote días de vida. Pero, con dieciséis años, a nadie le asusta un 'en un futuro, tendrás problemas'.
No les importa, pero demasiados se arrepiente cuando ese día llega.